Tras dejar atrás los carteles y advertencias del Pla de Pena, el bosque nos acoge en su silencio otoñal siguiendo las discretas marcas rojas que aparecen pintadas en los troncos. Este sendero serpenteante, apenas una cicatriz en la hierba alta, se convierte en nuestro único hilo conductor hacia el Puig de Sant Amand.
Los hayas han encendido sus hojas en un festival de dorados y cobres que contrasta con el verde perenne de los pinos. Cada paso nos adentra más en este bosque mixto donde la estación se manifiesta en toda su gloria cromática. Las marcas rojas, discretas pero constantes, nos recuerdan que otros caminantes han trazado ya este camino, dejando pistas para que ningún futuro explorador se pierda en el laberinto de troncos y sendas difusas.
En algún lugar entre estos árboles, quizás muy cerca de donde pisamos, se alzaba el castillo de Sant Amand, del cual la historia apenas conserva el nombre y la montaña ha borrado todo rastro visible. Las piedras que una vez formaron muros y torres ahora descansan bajo el manto de hojas caídas, devueltas a la tierra que las vio nacer.
Seguimos las marcas rojas como quien sigue las migajas de pan de un cuento, confiando en que nos lleven hasta la cima donde la recompensa será una vista que abarcará todo este territorio de leyendas, desde el valle de Ripoll hasta las cumbres más remotas del Ripollès.
(Texto de ClaudeAI a partir del contexto de la serie, de lo que le he explicado que estaba haciendo en el momento de hacer la foto y de lo que ha visto en ella)
—
Sant Martí d’Ogassa, Girona.