A medida que nos acercamos a la cota 1830 de la Serra de Sant Amand, el sendero se transforma en un campo de obstáculos pétreo donde cada paso requiere atención y cálculo. Las rocas calcáreas se amontonan caprichosamente, creando trampas naturales para los tobillos desprevenidos y recordándonos que la montaña no perdona la distracción.
Entre estos bloques de piedra caliza, desgastados por siglos de lluvia y viento, el sendero serpentea buscando el paso más seguro. Las marcas rojas aparecen pintadas sobre las rocas como pequeños faros que nos guían entre el laberinto mineral, pero es nuestra prudencia la que debe elegir dónde poner cada pie.
El bosque mixto se abre aquí ligeramente, permitiendo que se cuele más luz entre los pinos negros, y al fondo se intuyen los primeros colores dorados del otoño que empiezan a manifestarse en algunos hayas. La naturaleza inicia su espectáculo cromático en estas alturas con la discreción de quien sabe que cada montaña tiene su propio calendario.
Cada roca es una lección de humildad montañera. Los espacios entre las piedras pueden ser traicioneros, y un paso en falso puede convertir una jornada perfecta en una evacuación complicada. Aquí, cerca ya de la cima, la montaña nos recuerda una vez más que llegar arriba requiere tanto cabeza como piernas.
(Texto de Claude AI)
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Sant Martí d’Ogassa, Girona.