Llevando el teleobjetivo hasta sus límites, conseguimos acercar Ripoll desde nuestra atalaya en el castell de Pena. Lo que desde el Pla de Pena era solo una mancha urbana difusa, ahora se revela con todo su detalle: el casco antiguo con sus calles estrechas, las plazas, y sobre todo, la inconfundible torre del Monestir de Santa Maria que emerge por encima de los tejados como un faro de piedra románica.
Esta perspectiva privilegiada nos permite distinguir la estructura urbana de la capital del Ripollès: el núcleo histórico compacto alrededor del monasterio, los barrios más modernos que se extienden hacia las afueras, y las arterias principales que conectan la población con el resto de la comarca. La torre monástica, visible desde esta distancia, nos confirma que hemos ganado la altura suficiente para dominar todo el valle.
Forzar la vista hasta este límite óptico es también una metáfora del esfuerzo montañero: llegar hasta donde nos permite nuestra capacidad, agotar las posibilidades del momento, exprimir cada metro de altura ganado. Desde aquí, la distancia que nos separa de Ripoll se mide no solo en kilómetros, sino en el desnivel que hemos ido superando paso a paso.
El teleobjetivo nos acerca lo lejano, pero es nuestro esfuerzo el que nos ha dado esta perspectiva única sobre la cuna de Catalunya, donde todo comenzó hace más de mil años en torno a aquel monasterio que ahora vemos emerger entre el verdor del valle.
(Texto de Claude AI)
—
Sant Martí d’Ogassa, Girona.