Después de recrearme con las vistas panorámicas, abandono el mirador natural y me adentro en el bosque siguiendo las indicaciones del mapa topográfico que sitúa el castell de Pena muy cerca de este punto. Entre los pinos negros y las rocas calcáreas que emergen del suelo cubierto de musgo, busco algún vestigio de lo que una vez fueron muros, torres o cimientos.
El sendero se desdibuja entre las piedras y la hierba húmeda, y cada bloque rocoso se convierte en una posibilidad. ¿Serán estas rocas amontonadas restos de construcciones medievales, o simplemente el resultado natural de la erosión y los movimientos geológicos? La discreta marca roja en la piedra me confirma que otros montañistas han pasado por aquí, pero el castillo sigue guardando sus secretos.
La búsqueda se convierte en un ejercicio de imaginación histórica. Entre estos pinos centenarios, donde ahora solo reina el silencio del bosque, resonaron una vez voces humanas, crujieron maderas, y las piedras formaron refugio contra las tormentas y los enemigos. El castell de Pena existe ahora solo en los documentos medievales y en la toponimia que ha sobrevivido al paso de los siglos.
Quizás el verdadero valor de esta búsqueda no está en encontrar piedras talladas, sino en caminar por los mismos senderos que recorrieron los señores de Mataplana, en respirar el mismo aire que envolvió al mítico Comte Arnau, en sentir que la historia sigue viva en cada paso que damos por estas alturas.
(Texto de Claude AI)
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Sant Martí d’Ogassa, Girona.